La semana pasada los carcamanes que integran la Real Academia Española nos regalaron una pintoresca novelita. Por si vivís abajo de una piedra, la RAE, institución históricamente conservadora y colonialista, históricamente fue reacia a recoger cualquier uso del lenguaje que rompiera con el binarismo de género tradicional. Pero la semana pasada nos desayunamos con la incorporación del pronombre no binario “elle” a su “Observatorio de palabras”:

Por supuesto que había mil críticas para hacer: en primer lugar, el observatorio no es el diccionario de la RAE, sino que es un espacio preliminar donde se evalúan eventuales incorporaciones. En segundo lugar, el texto que usa su definición es horrendo. “A quienes puedan no sentirse identificados” es un horror semántico y gramatical (primero porque la identidad no es un sentimiento, y en segundo lugar porque se refiere a personas fuera de los géneros tradicionales en masculino). “Los dos géneros tradicionalmente existentes” es una manera de decirnos que nuestros géneros no existen. Y finalmente, la innecesaria aclaración de que “su uso no está generalizado ni asentado”, cuando su uso se propaga cada vez más en comunicaciones oficiales, en los claustros, y en la vida diaria. Mientras tanto, el mismo observatorio no hace ninguna aclaración similar con su entrada para el emoticon uwu.
Por supuesto, esto armó un gran revuelo. Personalmente, aunque me cago en todo aquello que incluya la palabra “Real” (incluyendo a la Real Academia, el Real Madrid y las Real Housewives), celebré el avance. En un mundo en el que las derechas más rancias ganan terreno, cuando una institución históricamente conservadora da un pequeño paso para el lado de la justicia, lo celebramos, aún si es menos de lo que merecemos.
Pero evidentemente el revuelo mediático fue el suficiente como para espantar a los trogloditas que pretenden prescribir nuestro lenguaje, y pocos días después se bajó la entrada de “elle” del observatorio “para evitar confusiones”:

Si, no vaya a ser que nos confundamos y pensemos que son levemente menos retrógradas, obvio.
Dicho esto: ¿por qué, es un campo de batalla tan importante el lenguaje? ¿No podemos sencillamente ser sin necesidad de nombrarnos de una manera en particular?
En pocas palabras, y repitiendo hasta el hartazgo: porque lo que no se nombra no existe. Porque sin palabras para nombrarnos no podemos encontrarnos, no podemos constituirnos como sujetos de derecho, no podemos reclamar aquello que nos corresponde.
Y esto excede a los reclamos políticos. Es sencillamente una realidad lógica: lo que no puede ser nombrado en cualquier ámbito de la vida no es registrado. Y si no, pensemos en la trotadora.
Si quien lee estas líneas no es de la ciudad de Mar del Plata, es posible que no entienda de qué estamos hablando. De hecho, es una palabra que sólo tomó dimensión nacional (¡o incluso internacional!) cuando Jorge Montanari, investigador del Conicet, relató en un hilo de Twitter una experiencia que le ocurrió en sus vacaciones en la ciudad balnearia.
Resulta que en una discusión con sus vecinos (Jorge se alojaba en un complejo de duplex), uno de ellos le reclama que “no vuelva a usar la trotadora”. Jorge, asumiendo que le hablaban de una máquina de hacer ejercicio, le contestó que él jamás había usado ninguna trotadora. El vecino se indignó, afirmando haberlo visto estacionar su auto sobre la trotadora. Y ahí Jorge entendió que la trotadora no era lo que él pensaba, y tras algo de indagación descubrió qué era: la parte de la vereda que sirve de entrada a un garage o cochera (o, alternativamente, la parte del frente de una propiedad que sirve de espacio guardacoches).

Por ejemplo, en esta foto de una casa de La Feliz tomada de un sitio de compraventa de inmuebles, vemos un uso “nativo” de la palabra trotadora en su acepción marplatense. Y no es un caso aislado: comparemos lo que nos nuestra Google cuando buscamos imágenes de “trotadora”:

… con lo que nos ofrece si buscamos “trotadora mar del plata”:

Hasta aquí, suena a un caso típico de confusión entre dos personas por un uso de un localismo. Por ejemplo, como en la ciudad de La Plata se suele llamar “pollajería” a lo que en cualquier otro lugar se diría “pollería” o “granja” . Pero la trotadora es un caso distinto, como el propio Jorge se encargó de contar en sus twits:

Efectivamente, en el resto de Argentina no tenemos un término equivalente. Sencillamente describimos el uso como “bajada a la calle” o algo similar, entonces nos cuesta reconocer que para quienes son de Mar del Plata eso sea una unidad de sentido que amerite tener su propia palabra. Efectivamente, lo que no se nombra no existe.
Para las trotadoras esto no es algo tan grave: uno de los privilegios de ser un objeto inanimado es que estas cosas no son demasiado importantes. Sin embargo, para una persona, no tener la posibilidad de nombrarse es una situación extremadamente violenta. Y hay millones de personas en el mundo que no tienen esta posibilidad porque las sociedades en las que vivimos (y las instituciones que intentan regular los usos del lenguaje) sistemáticamente se lo niegan.