
“Esta historia está basada en las memorias de Cristina Ortiz, La Veneno, y en los relatos de algunas de las personas a quienes ella cambió la vida.
Como en todas las historias que provienen de la memoria, hay en ella algo de realidad y algo de ficción.
Y, como en todas las obras de ficción, hay en ella algo que es profundamente verdadero”
Con estas palabras empieza la serie española Veneno (2020). Me parecieron la mejor manera de comenzar una meditación sobre las ficciones trans y su relación con la realidad.
Hace poco explotó en Twitter un debate sobre Pose, la serie que retrata el mundo del ballroom neoyorquino en los 80s y 90s. Algo que me llamó la atención de varios comentarios fue que se refirieran a ella como “muy Disney” o “un cuento de hadas”.
Me pregunto con qué películas de Disney creció esta gente.
Pose es una serie sobre la comunidad queer racializada durante el pico de la epidemia de HIV. Sólo en el primer episodio tenemos abandonos familiares, diagnósticos positivos, un arresto múltiple, marginación. Vemos un pibe durmiendo en la calle por su orientación sexual o una chica trans que sin más opción que el trabajo sexual se ve convertida en el deseo vergonzoso de un hombre blanco poderoso. Y estas son situaciones absolutamente normalizadas — es la cotidianeidad de nuestres protagonistas.
Y esto es sólo el primer episodio. Durante el transcurso de la serie (porque, aunque sea obvio, está bueno terminar de ver o leer la obra en cuestión antes de terminar el análisis) vemos personas muriendo de SIDA en la más absoluta soledad, transfemicidios, entierros en fosas comunes, violencias médicas, económicas, religiosas.
Y vemos personas que, en medio de todo ese dolor, deciden cambiar las reglas del juego para construir su propia felicidad, independiente de la valoración del afuera.
¿A esto le decimos “Disney”?
Por supuesto que Pose no es un documental (para eso existe Paris Is Burning). Se toma licencias artísticas. Pero eso podríamos decirlo de cualquier producto televisivo hollywoodense. ¿Quién no escuchó algunx amigx medicx despotricando contra el Dr. House? ¿Creemos que la policía trabaja un caso por semana como en La Ley y el Orden? ¿Que los protagonistas de demasiadas series para contar podrían pagar la fortuna que cuesta un alquiler en zonas carísimas de Manhattan con sus trabajos de medio pelo?
En general, nadie se engaña pensando que estas series son realistas. Pero nadie las acusa de ser cuentos de hadas tampoco. ¿Por qué la vara es tan distinta cuando se tata de series centradas en vidas queer y racializadas?
Porque el espacio reservado para la comunidad LGBTQ+ en la ficción parecería ser la tragedia.

Esto no es nuevo. Para dar un ejemplo, en la década de 1950 en EEUU se popularizó la Pulp Fiction Lésbica. La literatura popular (llamada pulp por el papel de mala calidad sobre el que estaba impresa) descubrió que había un mercado lucrativo en publicar historias de amor entre mujeres. El problema es que estas novelas se distribuían mayormente por correo, y en la época regía la censura postal: si bien no estaba prohibido publicar novelas con personajes no-heterosexuales, estaba prohibido utilizar el correo para distribuir materiales que “promovieran la indecencia”. Por lo tanto, para preservar el modelo de negocio, las editoriales exigían a sus autoras que escribieran finales trágicos moralizantes: todas las protagonistas terminaban locas, presas, muertas o arrepentidas.
Y tal vez podemos entender que hace medio siglo las cosas eran así, pero es intolerable que esto siga pasando. Hace apenas 5 años el Hollywood Reporter publicó esta nota sobre el cliche de los finales trágicos para personajes LGBT, sobre todo lesbianas y bisexualas. Sospecho que el único motivo por el cual no centra su análisis en personajes trans es porque en ese momento no tenían nuestra actual abundancia de algo así como 3 series trans-céntricas, cada una en una plataforma diferente.

Si a esta nula representación histórica, sumada al entrenamiento de lxs espectadores mirando noticias en las que las personas trans siempre somos víctimas, la expectativa del público va a estar condicionada a esperar que ocupemos ese único rol, en vez de tener devenires tan diversos como los de cualquier persona cis. En definitiva, que a muches les parezca “un cuento de hadas” que las personas trans y queer tengamos finales felices (que construímos entre nosotres, a costos altísimos) es entendible, pero a la vez es un producto de su mirada cisheteronormada y no de una cualidad real de la historia en cuestión.
Y hay algo aún más importante: esta incapacidad de reconocernos en finales felices nos hace mal a nosotrxs. Es lo que nos mantiene en el closet por miedo a jamás volver a ser queridxs, a nunca conseguir un trabajo, a vivir en la soledad más absoluta.
Pero a lo largo de la historia, a pesar de tener que remar contra una torrente de mierda, les rarites hemos logrado construir nuestra propia felicidad reescribiendo las reglas que el mundo nos impone. Y queremos poder representar esa felicidad de la misma manera que todo el resto del mundo puede ver una versión de si misma gozando de sus triunfos en el arte y el entretenimiento. Ni más ni menos.
Y a veces esa reescritura de reglas puede ser una reescritura de la realidad, tal como sucede en cualquier otra obra de ficción del universo. Y no se me ocurre mejor ejemplo que el diálogo final de Veneno, una serie que tampoco sería justo calificar como “cuento de hadas” (PEQUEÑO SPOILER DESPUÉS DE LA IMAGEN):

— Valeria, es bonita mi vida.
— Es PRECIOSA.
— Pues léemela otra vez