
El 23 de febrero de 2022, el gobernador de Texas Greg Abbott anunció una medida criminalizando las terapias de transición para infancias y adolescencias trans. A partir de ese momento, dar apoyo a una persona trans menor de edad en su transición pasa a considerarse una forma de abuso infantil. Docentes y profesionales de la salud tienen la obligación de denunciar a sus alumnes y pacientes. Adultxs a cargo de menores trans podrían enfrentar penas de prisión. De la noche a la mañana, miles de familias del Estado tuvieron que pasar en mayor o menor medida a la clandestinidad, en muchos casos haciendo planes de urgencia para huir del Estado. El 1 de marzo, Abbott ganó con facilidad su interna en el partido republicano y buscará su reelección en noviembre.
Hace no tanto tiempo esta clase de noticias eran patrimonio exclusivo de otras geografías. A la hora de pensar en legislación explícitamente queerodiante, los ejemplos que invadían nuestro imaginario eran los de Medio Oriente o el África Subsahariana. Tal vez repúblicas post-soviéticas de Asia Central, o la Rusia de Putin. Al fin y al cabo, no faltó cobertura de esas atrocidades en medios tanto locales como internacionales. Pero no parecería haber gran repercusión de noticias como esta, en el “bastión de la libertad”, la democracia y los derechos humanos.
Y Texas no es un caso aislado. El 28 de marzo el gobernador de Florida promulgó una ley prohibiendo la discusión en clase de tópicos LGBT por considerarlos “no aptos para la edad” de los estudiantes. Estudiantes y docentes LGBT deberán enclosetarse por miedo a que hablar de sus experiencias y vivencias habilitara a juicios contra la escuela. Idaho aprobó una ley similar a las medidas de Texas, que incluye penas de prisión perpétua y criminaliza a quienes intenten huir del estado. Esta misma semana, un ex candidato a gobernador de Mississippi pidió fusilar (sic) a toda persona a favor de los derechos trans. Y alrededor de EEUU, durante 2021 34 estados aprobaron legislación anti-LGBT (en su mayoría anti-trans).

Del otro lado del Atlántico se dan situaciones similares. En el Reino Unido, la retórica anti-trans es tan feroz que incluso ha despertado comentarios de la cadena árabe Al Jazeera, que en un informe de fines de 2021 se preguntó “Qué hay detrás del crecimiento de la transfobia en el Reino Unido?” (https://www.aljazeera.com/program/upfront/2021/12/24/what-is-behind-the-rise-in-transphobia-in-the-uk). Mientras la cadena fundada por el emir de Catar informaba sobre el crecimiento del odio en Gran Bretaña, la otrora progresista BBC cortaba sus lazos con Stonewall, histórica organización en favor de los derechos de la diversidad sexual por apoyar los derechos de las personas trans. Al día de hoy, para acceder a una transición médica por el sistema público de salud, las personas trans deben enfrentarse a una lista de espera de años (sí, años) antes de la primera consulta, sólo para acceder a servicios médicos que personas cis obtienen sin demora. El Consejo de Europa, por su parte, condenó al Reino Unido en un informe reciente en el que lo agrupa junto a los peores países de Europa en defensa de los derechos LGBT: Rusia, Polonia, Hungría, Turquía.

A los crímenes de Rusia contra la población LGBT no le falta publicidad, pero no está de más recordarlos. En Rusia la homosexualidad no es ilegal, pero existen leyes contra el activismo LGBT. Están prohibidas las marchas del Orgullo, los símbolos políticos como la bandera arcoiris, e incluso afirmar en público que las relaciones no-heterosexuales son iguales a estas. Desde que esas restricciones entraron en vigencia en 2013, los crimenes de odio hacia la población queer se duplicaron. En Chechenia, República autónoma dentro de la Federación Rusa, la situación es aún más grave. El regimen de Ramzan Kadyrov, aliado de Putin, tiene una política de hostilidad abierta hacia la diversidad sexual, incluyendo reclusión en campos de concentración y desapariciones forzadas.
Polonia y Hungría son dos casos interesantes: durante el siglo XX los países de Europa del Este habían sido pioneros en legislar a favor del colectivo LGBT. Sin embargo, desde la caída del Muro de Berlín, esta tendencia se revirtió. En Polonia existen “Áreas libres de ideología LGBT” declaradas por gobiernos locales (abarcando aproximadamente un tercio del país), y el año pasado se debatió en el parlamento la prohibición de las Marchas del Orgullo. En Hungría, el gobierno de Viktor Orban decretó en 2020 que todos los documentos de identidad húngaros debían reflejar el sexo asignado al nacer (invalidando todas las transiciones legales, vigentes desde 2018), mientras que en 2021 se aprobó una ley prohibiendo la difusión de todo contenido LGBT en escuelas y medios masivos de comunicación, y retringiendo su venta. Polonia y Hungría siguen siendo parte de la Unión Europea y la OTAN.

Y sin embargo, a pesar de todo esto, tengo muchísima esperanza en el futuro.
Sí, entiendo que esta clase de noticias hagan pensar que todo está perdido y que se viene una nueva ola de rigidez en los roles de género patriarcales. Pero creo que es un error de diagnóstico. Si el estado de Texas persigue a familias de niñes trans, es porque estamos ante el hecho inédito de que hay niñes trans apoyados por sus familias. Si Florida quiere acallar voces LGBT en las escuelas, es porque hoy muchas instituciones educativas son espacios seguros para sus estudiantes — algo impensado hace un par de décadas. Si Hungría quiere prohibir los contenidos infantiles de temática LGBT, es porque existen: hace unas décadas hubiera sido impensable que creadores trans como N. D. Stevenson pudieran estar al frente de series animadas como She-Ra y las Princesas del Poder (Netflix). Mi generación tuvo que conformarse con el homoerotismo latente de los Amos del Universo, pero nunca vio un beso queer en su serie favorita.

Estas avanzadas contra nuestros derechos no son signo de un cambio de tendencia, sino el último manotazo de ahogado de un orden que sabe que tiene los días contados. La violencia estatal no es el primer recurso del odio, sino el último, cuando ya no puede confiar en el disciplinamiento social.
No es la primera vez que suceden hechos de este estilo. A mediados de la década del 2000 proliferaron proyectos de reforma constitucional en muchos estados de EEUU prohibiendo todo matrimonio que no fuera entre un hombre y una mujer. Fueron ante todo, una manera de movilizar votantes conservadores a las elecciones. En total 31 estados aprobaron enmiendas de este tipo, pero les duró poco: en 2015 la Corte Suprema las declaró inconstitucionales, reconociendo el derecho al matrimonio igualitario.
En Argentina vimos algo parecido: tras la primera media sanción de la ley de aborto en 2018 surgieron los grupos anti “Ideología de género”, bajo el slogan “Con mis hijos no te metas”. Sin embargo, nuestro país logró avanzar con nuevas conquistas (como la ley de IVE, el cupo laboral travesti-trans y el DNI para personas no binarias).
Es entendible que las malas noticias nos desanimen. Pero es importante leer estos desarrollos en contexto histórico y político. Cuando empezó este siglo, ningún país reconocía un matrimonio que no fuera entre un hombre y una mujer. En nuestro país los edictos policiales prohibían la existencia pública de personas trans, y la Marcha del Orgullo de Buenos Aires apenas juntaba un par de miles de personas. Un par de décadas más tarde vivimos una realidad muy distinta, e indudablemente mejor.

Por supuesto que nuestros logros nunca deben ser dados por sentados. Por el contrario, la hostilidad en alza demanda nuestra vigilancia. Pero no podemos dejar que el desánimo nos haga bajar los brazos. La alegría es combustible de nuestra militancia, y a la vez es una forma de ganar: si nos quieren tristes, vivir felices es nuestra mayor victoria.
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